FRANCESINHAS, ¿CASTIGO O PLACER?

La ‘francesinha’, ¿hallazgo o castigo gastronómico?

Acercarse a la ‘francesinha’ por todos sus flancos requiere mucha hambre, algo de historia…. y una lección de portugués.

10 de noviembre de 2022

Francesinha Oporto Portugal

Quien esté mínimamente familiarizado con los sufijos galaicoportugueses entenderá que la palabra francesinha es un adjetivo que quiere decir francesa pequeña… Y entenderá regular. En este plato, la gastronomía se funde con la lingüística para mostrarnos que el significado connotativo de las palabras es tan importante como el denotativo. Acercarse a la francesinha por todos sus flancos requiere mucha hambre, algo de historia y una lección de portugués.

Quien haya ido a Oporto con expectativas de comerse una delicatesen y se haya pedido la más premium de todas las francesinhas, entenderá que francesinha es el vocablo habitualmente utilizado en los países lusófonos para referirse a hype, que por una derivación lógica de significados se podría traducir al español como ‘decepción’.

Otro sinónimo en nuestra lengua (seguimos, ojo, en el ámbito de lo connotativo) podría ser ‘cachopo’: un mazacote aceitoso que, por muy bien hecho que esté, nunca irá mucho más allá de la elemental mezcla de grasa con hidratos.

Otro caso es el de quien, por culpa de ese sufijo -inha, crea que se acaba de pedir un modesto petisco (un aperitivo) y de pronto se encuentre con esta montaña carnívora encima de la mesa. Entonces comprenderá que francesinha significa ‘broma pesada’, muy pesada.

O quien alguna vez haya pedido a ciegas este plato en verano, que pensará que francesinha es lo mismo que ‘empacho por ingesta de masa picante e hipercalórica’. Ya vamos afinando el tiro.

Francesinha

Leyendas hay tantas como matices y connotaciones. Normalmente, cuando preguntemos nos dirán que la francesinha es una creación de un tal Daniel David da Silva, portuense que emigró a Bélgica en los 60 buscando fortuna y que volvió con una idea: un croque-monsieur tuneado.

La leyenda indica que fue en el restaurante A Regaleira donde Da Silva habría cometido la tropelía de convertir este modesto tentempié francés en la aglomeración de carnes que hoy se asocia en casi todo el mundo a Oporto. Un amigo suyo, habitual cliente del restaurante, al probar algo tan “sabroso, placentero y picante” (según sus palabras), dijo que era como una joven francesa; en concreto, como una francesita desinhibida y sensual, según confesaba el acuñador del término a un periódico portugués con un orgullo exento de corrección política.

Pero a pesar de este testigo directo y de lo extendida que está esta historia, hay un concepto popular no menos conocido: en la ciudad de Oporto, el uso de francesinha para referirse a bocadillos recubiertos de queso fundido ya se remonta al inicio del siglo XX, cuando se quería realzar su procedencia extranjera (sí, también en alusión al croque-monsieur).

Por aquel entonces, la leyenda sobre el origen de la francesinha se remitía a algún rocambolesco evento ocurrido durante la breve ocupación napoleónica a comienzos del siglo XIX. Así que, difícilmente, alguien de 80 años se puede apropiar esta terminología. Más inverosímil todavía es que este ingenioso comentario se haya extendido hasta tal punto desde un restaurante tan caro y poco popular como entonces era A Regaleira.

Francesinha con patatas fritas

Pero no nos desviemos, porque esto es un artículo lingüístico, no una receta de cocina ni una novela de aventuras. Volvamos al momento en que, presuntamente, alguien se encontró por primera vez con la primigenia y todavía anónima francesinha.

En su plato, como un corazón delator ansioso por ser operado, latía esta masa impenetrable, recubierta de pan de molde empapado en salsa picante y queso; en su interior, se libraba una lucha entre la linguiça (salchicha de cerdo y picante), la salchicha fresca, el jamón cocido, algunas carnes frías y un bistec de vaca. Es probable que, para poder apreciar su pureza, ese primer contacto con los humanos se produjera sin las habituales patatas ni el huevo frito que corona esta criatura más y más a menudo.

Pues en este punto, el adjetivo aparentemente diminutivo, adquiere dos direcciones. La primera es la más actual: el sustantivo con que se designa este plato. La segunda es una particularidad del adjetivo, que la gramática portuguesa define de la siguiente manera: diminutivo formado en el grado superlativo absoluto analítico. Así, la palabra francesinha en el uso práctico es un adjetivo cuyo sentido es “muy francesa” y posee el mismo sentido de significado que la forma francesísima.

1 hora y 10 minutos Oporto

¡Bien!, aquí damos con el espíritu redundante de este plato. Francesinha, pues, quiere decir que el bocadillo en cuestión es una hipérbole de su forma original (el croque-monsieur); es decir, algo francés muy francés. O demasiado francés, sin ánimo de ofender a los galos. En definitiva, si quieres carne, toma tres capas, nos diría el refranero español.

Ahora bien, quedamos en que ya a principios del siglo XX, en Oporto se utilizaba la palabra francesinha para referirse a algo mucho más modesto (y digerible). De ahí que, a partir de mitad de siglo (y, ojo, puede que aquí sí entre en juego el mítico-homérico cocinero Daniel David da Silva), los restaurantes que empezaron a añadir pisos a la francesinha básica y a cubrirla con salsa picante siempre añadieran el adjetivo “especial”.

Por aclararlo: la francesinha que ahora conocemos en rigor se llama francesinha especial. Sobre este matiz, fácilmente comprobable en las casas de comidas portuenses, el octogenario presunto autor del término no parece pronunciarse.

De la misma manera que no hay una sola interpretación o historia cierta acerca de la francesinha, con A Regaleira cerrada tampoco es posible determinar un solo restaurante que nos garantice una receta original o una preparación sobresaliente de este plato.

Francesinha.

De hecho, dado que la idea inicial parece más bien un intento de aprovechar las sobras que una combinación de sabores estudiada por un comité de gourmets, tampoco es raro ver cómo las fórmulas de la francesinha quitan y añaden ingredientes al antojo de… de alguna voluntad desconocida. Las hay con setas, con un camarón pinchado en el huevo, con verduras, con más o menos carne o hasta con bacalao. Esta última, habida cuenta del –inha como superlativo de redundancia, más bien debería ser la oportinha.

La francesinha es un mito viviente de la ciudad. Sus múltiples historias, sus diversas preparaciones, su expansión por el resto del país… no hacen más que agrandarlo. Incluso las discusiones que genera unifican a quienes se enfrentan, ya que solo hay un aspecto en que los habituales comedores se ponen de acuerdo: en que no hay una igual y en que su favorita siempre es la mejor.

De la misma manera que un foráneo no podrá entender que alguien discuta cuáles son las mejores patatas bravas o que haya un buen bocata de calamares en Madrid, tampoco parece que tenga mucho sentido intentar entender, más allá del enorme bombo que se le da, lo que la francesinha supone para un portuense.

Lo que está claro es que no podemos apropiarnos de ella. Elevar este plato a una categoría gastronómica que lo desnaturaliza solo es alienarlo y arrebatarle su verdadera condición popular, que es la de satisfacer los apetitos más indómitos del portugués y unificar a los portuenses en el reconfortante desamparo de los fríos y húmedos snack-bars ubicados en las orillas del Duero. Si lo que queremos es una exquisitez, Portugal tiene suficientes opciones; no hace falta adulterar la francesinha.